viernes, 10 de abril de 2009

Radio Madrugada (3)

“Te escucho.”

“Estoy desnudo, Marisa. Totalmente desnudo. Pienso en ti. Te imagino en consonancia con la sensualidad de tu voz, y estoy excitado, muy excitado, Marisa.”

Mientras hablaba, Raúl se rozó con el dorso de la diestra la potencia erecta de su miembro. Las arterias hinchadas parecían ir a rajar la piel en cualquier momento.

Marisa, sorprendida por la inesperada manifestación de “intimidad”, miró a Pablo, el técnico de programación, convencida de que éste cortaría inmediatamente la comunicación. Pero se equivocó. Pablo, con una extraña sonrisa, se limitó a un híbrido encogimiento de hombros.

“Bueno Raúl, no sé qué decirte. Tengo la seguridad de qué, si pudieras verme, te sentirías defraudado. Creo que mi cuerpo no armoniza plenamente con mi voz…”

Estaba mintiendo. Mentía deliberadamente, porque así lo exigía la ética del programa, tratando de dejar atrás un momento que, de prolongarse, podría comprometerla seriamente. Pero, la verdad es que, mientras hablaba, se contemplaba a sí misma, y reconocía, en su intimidad, que aquel asiduo oyente no tendría porqué sentirse defraudado, en el caso de que pudiese poner en ella su ávida mirada de hombre insatisfecho.

“Mira, Raúl; voy a tratar de describirme, para corresponder así a tu admirable sinceridad.”

El técnico de programación la miro con estupor. ¿Sería capaz de contar la verdad, de decirle a aquel oyente cómo era realmente?

Era capaz. Porque Marisa no era la presentadora habitual de “Radio madrugada”; era una mujer devorada por el deseo, esclavizada y manipulada por la ansiedad de una erupción sensual en cada poro de su piel.

“Tengo veinticinco años, soy pelirroja, de ojos intensamente negros. El pelo corto, a lo chico de derechas, deja desnuda la longitud –algunos dicen que exagerada— de mi cuello. Mi estatura es media. Soy delgada. Ahora tengo una blusa de color blanco y unos jeans ajustados. Nada más. Estoy sentada ante el micrófono y con los auriculares colocados para poder oírte.”

Continuará…

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