sábado, 11 de abril de 2009

Radio Madrugada (4)

Pablo respiró hondo. Por suerte, Marisa no se había decidido a detallar la perfección sensual de su cuerpo. Sin embargo, advirtió que ella, mientras hablaba, había ido deslizando las palmas de sus manos por la longitud tersa y blanca de su cuello, pasando seguidamente a los hombros y a los muslos, para quedar crispadas en torno a la turgencia casi insolente de sus erguidos pechos.

“Yo tengo treinta años –contestó Raúl--, mido un metro setenta y cinco centímetros. Mi cuerpo puede ser incluido entre los de constitución atlética. También soy negro y el pelo casi ennegrece mi pecho. Lo otro, lo que me cuelga en las piernas, de unos veinticinco centímetros… Y me duele… Me duele de excitación…”

“Basta, Raúl. Tu descripción creo que ha sido perfectamente comprendida por todos nuestros oyentes…”

Tuvo miedo. Pero, en aquel momento, le hubiese gustado contar con la autorización para crear un programa desvergonzadamente erótico, espacio radiofónico en donde la presentadora y el oyente hubiesen podido llegar al orgasmo a través de las ondas. Pero se controló, al menos, de cara al micrófono. Anunció unos veinte minutos de música clásica, con la radiación de los dos últimos tiempos de la “Patética”, de Tschaikowsky, y quedó relajada en su asiento, espontáneamente abierta de piernas, con la blusa desabrochada, mostrando el esplendor de sus juveniles pechos, envueltos por la finísima y transparente malla del sujetador.

Los dos tiempos de la sinfonía que se estaba radiando, durarían unos veinte minutos. Estaban solos. Absolutamente solos en el estudio; incluso en la emisora. De modo que Pablo, el técnico de programación, sintiendo un dolor insoportable en su aparato sexual, abandonó su recinto encristalado para llegarse junto a la bella y ansiada presentadora.

Colocándose en el respaldo de la silla, a espaldas de Marisa, acarició temblorosamente sus largos y torneados brazos.

—tenemos veinte minutos… ---comentó, sin poder ni querer reprimir la excitación que denotaba su voz.

Marisa no ignoraba que aquello era una locura, que horas más tarde podría arrepentirse de haber aceptado una intimidad con Pablo; un compañero de trabajo. Pero la excitación era poderosa y mitigaba cualquier razón nacida de la lógica ordinaria.

Marisa, pues, estaba allí, con la espalda pegada al respaldo de la silla, con la cabeza ligeramente echada hacia atrás, con las manos en los muslos abiertos, mostrando el ancho y hondo surco marcados por los jeans. Las manos de Pablo, entretanto, recorrían la piel caliente ---suave hasta la sublimidad--- de la enajenada presentadora.

Gemía, de forma semicontenida, a cada milímetro de carne enervada por los temblorosos dedos del técnico. Sus hombros y sus clavículas parecían gritar su placer. Un placer que repercutía, multiplicado, en la erección de sus pezones y en la humedad de su vagina que se habría más y más, invitando a la cópula.

—Tus pechos… son capaces de producir la eyaculación en cualquier hombre. Redondos, calientes, suaves, tersos, con estos pezones que tiritan en las palmas de mis manos.

—Sigue. Sigue hasta el fin… hazme gozar esta madrugada, quiero gozar como nunca. Ser una mujer sin prejuicios, sin represiones de ningún tipo. Una mujer ansiosa de placer; solo de placer.

Raúl estaba consternado. ¿Era un sueño? No, no… Todo era de una realidad incuestionable. Marisa, su mitificada presentadora estaba haciendo el amor con el técnico de programación. La música de Tschaikowsky pretendía silenciar los suspiros y los jadeos, sin conseguirlo. Era evidente que habían dejado abierto el micrófono. Y, por lo que estaba sucediendo, tardarían mucho en advertirlo. El miembro parecía querer reventar. Le dolía intensamente. Y también los testículos. Apagó la luz y la oscuridad se hizo total. La voz entrecortada de los amantes llegaba nítidamente a sus oídos. La mano derecha buscó el grosor del miembro y lo tomó con fuerza, abarcándolo con temblor.

“—Te he roto el sujetador… la malla…

—No importa. Arráncamelo, apriétame los pechos con tus manos… Así… Así… ¡Así!”.

Pablo se había colocado delante de Marisa, abriendo las piernas, de modo que el regazo de la hembra quedaba debajo de sus testículos. En tal posición, podía seguir acariciando los pechos enervados de Marisa, permitiendo que ella restregase sus mejillas contra el paquete de su pantalón.

Todo el cuerpo femenino parecía estallar de ansiedad, de lujuria incontenida. Tenía ella cerrado los ojos y restregaba sus mejillas contra aquella tremenda erección cubierta por una tela con manchas, humedecida.

Continuará…

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