domingo, 12 de abril de 2009

Radio Madrugada: Ultima Parte

El dolor era placenteramente intenso. La furia enervada de su miembro continuaba siendo frotada por la crispación de sus manos.

Pero, al reducir al mínimo el volumen del receptor, comprobó que la voz del técnico seguía llegando hasta él. Prestó atención y pronto pudo advertir que el sonido provenía del apartamento de al lado. Había alguien que estaba oyendo el sorprendente programa, como él. ¿Un hombre? ¿Una mujer?

Esta última posibilidad incrementó la dureza de su sexualidad, cuando pensaba que ello era ya imposible. Conteniendo materialmente la respiración para intentar captar cualquier sonido que pudiese aclararle la duda, pudo oír suspiros y hasta lamentos semicontenidos. Eran de mujer, sin lugar a dudas. Pero podría estar acompañada por algún varón con quien compartiese la excitación emanada de la radio. Siguió escuchando, tratando, por encima de todo, de captar la voz de un hombre; pero no. Los suspiros eran profundos, de hembra al borde de la sublimidad orgásmica; sólo suspiros de mujer.

Entonces, accionó otra vez el volumen del receptor hasta obtener una potencia claramente superior a la mantenida durante todo el tiempo que había estado escuchando el programa.

— “Ven, Pablo… Ven ya… La música esta terminando y tendré que volver al micrófono. ¡Ven ya! ¡Por favor, hazme tuya! ¡Hasta el fondo! ¡Hasta el límite de tus posibilidades! ¡Hasta llenar todo mi ser con la potencia de tu sexo! ¡Ven! ¡Ven!

El técnico de programación no se hizo repetir el ruego, ante el vehemente anhelo de la presentadora que se acariciaba a sí misma el volcánico sexo, mirándole con relámpagos de lujuria en las negras pupilas. Se dejó caer sobre el cuerpo de Marisa, apoyando las palmas de las manos en los turgentes pechos e introduciendo sus caderas entre los muslos ansiosamente separados entre sí de la hembra.

Cuando ella sintió en su clítoris el leve roce de la cúpula fálica, se encogió, crispada, mientras un grito incontenido rajaba la densidad silenciosa del ambiente que les rodeaba.

Raúl, sin embargo, oyó dos gritos similares. Dos gritos de mujer. El emitido por la deseada presentadora y el brotado a escasos centímetros de él, al otro lado de la pared.

Decidido—con esa audaz y hasta inconsciente decisión promovida por el deseo—, aumentó el volumen del receptor y golpeó dos veces en la pared.
No fue necesario que esperase muchos segundos para obtener una respuesta imitadora; dos golpes desde el otro apartamento.

Apagó la radio, se incorporó apresuradamente, se envolvió con un albornoz y salió al pasillo, cuidando de no ser visto por ningún vecino. Cuando llegó ante la puerta del apartamento contiguo, advirtió que esta se hallaba entreabierta.

Era evidente que tenía el paso franco y que la mujer trataba de que se produjese el menor ruido posible.

Conocía la distribución del apartamento, por ser idéntica al suyo; de modo que atravesó el pequeño y acogedor salón para hallarse inmediatamente ante la puerta del dormitorio principal. Estaba entornada. La voz de la presentadora llegaba hasta él; En aquellos momentos exteriorizaba su ansiedad sexual, al placer que le producía la penetración del miembro de su compañero de trabajo. El cuarto movimiento de la “Patética”, de Tschaikowsky, estaba llegando a su final.

La empujó con lentitud, viéndose repentinamente sorprendido por el miedo a que le hubiesen tendido una trampa, a que acabase de introducirse en la guarida de algún grupo de maleantes. Pero no, en la habitación, tendida en la cama, mirándole con el deseo, excitada por el coito enloquecedor que estaba transmitiéndose en el programa “Radio Madrugada”, se hallaba una mujer.

No era joven, pero tampoco grotescamente madura. Sobre los cuarenta años, la hembra, de pechos opulentos y esbelta figura, se restregaba el sexo con el envoltorio de un pintalabios, convertido en improvisado consolador.

La penetró totalmente, con brusquedad, hasta sentir en los testículos el roce del vello femenino.

Fin.

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