domingo, 12 de abril de 2009

John Holmes: Quien te olvidara?

John Holmes

De John Holmes, el actor porno más importante de la historia, se puede hablar en cifras (digámoslo ya: cerca de 3000 películas, unas 10000 mujeres y de 23 a 28 centímetros de pene, aunque la publicidad en los setenta vendiera laastronómica y famosa cifra de 35 centímetros).
O bien en clave de tragedia, la de un chaval de Pickaway County, Ohio, que pasó en pocos años de conducir máquinas elevadoras en un almacén a cobrar 3000 dólares al día como actor pornográfico, para poco después enterrarse en el hoyo de la droga, la prostitución y, finalmente, el SIDA.
La filmografía de John Holmes, de verdadera identidad John Curtis Estes, se inicia cuando el porno era ilegal y poco menos que un arte para sus hacedores. Debutó oficialmente en Body lust (1969), después de haber hecho sus primeras apariciones en diversas revistas pornográficas. Hasta entonces había vivido una existencia low class con su esposa, enfermera de profesión. La leyenda difiere en cuanto al modo en que Holmes descubrió que su futuro no estaba en un mugriento y frío almacén, sino bajo los focos, la carne y el sudor del cine porno. Se dice que en una ocasión, mientras meaba en el lavabo de un club nocturno, un hombre que hacía lo propio a su lado observó por casualidad el miembro de Holmes y le propuso enseguida dedicarse al género del sexo; otros señalan que todo vino por un buen consejo de una vecina, mientras que otras fuentes dicen que simplemente fue el propio John quien llegó a esta conclusión tras medirse el pene y cerciorarse de que su tamaño no era normal. Sea como fuera, a partir de su debut su carrera no hizo más que ascender durante al menos diez años.
En los setenta era conocido como "Cash" Holmes, porque tenía por costumbre cobrar en efectivo. Y no solo ganaba grandes cantidades de dinero con films que ahora son clásicos del porno (citemos: la serie del investigador privado Johnny Wadd, una especie de Sam Spade que resuelve sus casos a golpe de cópula, The senator´s daughter y Drácula sucks, ambas de 1979 o Pizza girls, we deliver, de 1978, entre otros cientos de obras) sino que compartía cartel con las grandes divas de la época: Linda Lovelace, Cicciolina, Seka, Vanessa del Rio, Amber Lynn o la bella Marilyn Chambers).
Se fue a vivir con una menor de 16 años, se continuó prostituyendo, no sólo él sino también su compañera y continuó rodando films indignos.
Desgraciadamente, al chaval de Ohio se le acumularon las facturas de heroína, coca y demás lujos, a la vez que, físicamente mermado por los excesos, se le hacía cada vez más difícil asumir las exigencias físicas de su profesión (en sus peores tiempos de drogadicto, conseguir una erección era para John una verdadera hazaña). En los ochenta, Holmes se ve obligado a robar (desde maletas en los aeropuertos hasta coches) y a prostituirse (tanto con hombres como con mujeres), mientras que cada película que rueda es una tortura para él y para todo el equipo. John aparece tarde en el set –cuando aparece- y en muchas ocasiones se encierra durante horas en el lavabo haciendo esperar a todos sus compañeros. Pronto le costará dios y ayuda conseguir papeles, de hecho, lo vemos en películas impropias de un mito como él, incluso en algún porno gay junto con el actor Joey Yale, que por aquel entonces tenía SIDA, aunque se guardaba muy bien de decirlo públicamente.
El punto más bajo sin embargo de la vida de John Holmes llegó con los sucesos de Wonderland, que le costaron la cárcel y el divorcio con su mujer. Al parecer, Holmes trabó amistad con Eddie Nash, personaje indeseable, traficante y dueñ o de varios night clubs, pero fue una relación que un desesperado Holmes no tardó en traicionar, dejando abierta una noche la puerta de la casa de Nash en Wonderland para que un gang de la ciudad la pudiera saquear al día siguiente. El botín del robo se acercó a los 300000 dólares, de los que el pobre John tan solo recibió 3000. Pronto Nash averiguó quién le había engañado, y amenazó a Holmes con matarlo si no le contaba quiénes habían robado el dinero. Holmes habló, y Nash se dirigió con sus matones a Laurel Canyon, donde John le había contado que se escondían los ladrones. El resultado de la visita fue de cuatro muertes, los cuatro que habían pactado con John el robo. Pronto se aireó el asunto a la policía, y Holmes fue detenido y acusado de estar implicado en el asesinato, por lo que ingresó directamente en chirona, aunque lo dejaron en libertad poco después por no haber pruebas determinantes en su contra.John intentó limpiarse después de lo de Laurel Canyon, pero su vida ya estaba demasiado destrozada como para salir del túnel.
Se fue a vivir con una menor de 16 años, se continuó prostituyendo, no solo él sino también su compañera y continuó rodando films indignos.
En 1986 se le diagnostica el vrus del SIDA, pero John mantiene la boca cerrada y seguirá participando en diversos pornos, aunque con ello pone en peligro la vida de sus compañeras de reparto.
En 1987 se casa en Las Vegas con la actriz porno y prostituta Laurie Rose (de nombre artístico Misty Rains) y poco después participa en su último film, The devil in Mr. Holmes, una suerte de remake bastardo del clásico porno The devil in Miss Jones; en esta ocasión, el diablo le otorga a John la capacidad de tirarse a todas las mujeres que quiera a cambio de que, al final de la película, el propio John se la chupe al diablo…
En 1988 la enfermedad lo incapacita totalmente, y muere finalmente el 13 de Marzo en Los Ángeles, al lado de su mujer. Films como Boggie nights (1997, Paul Thomas Anderson) o Wonderland (2003, James Cox) han glosado con mayor o menor fidelidad la vida de este actor superdotado e irrepetible.

Biografía tomada de: http://www.portalmundos.com/mundocine/actores/johnholmes.htm



Video Heterosexual: http://xhamster.com/movies/104383/john_1944_1988_vintage_movie_bmw.html/john_1944_1988_vintage_movie_bmw.html



Video Gay: http://www.tube8.com/gay/john-holmes-men/3876/

Radio Madrugada: Ultima Parte

El dolor era placenteramente intenso. La furia enervada de su miembro continuaba siendo frotada por la crispación de sus manos.

Pero, al reducir al mínimo el volumen del receptor, comprobó que la voz del técnico seguía llegando hasta él. Prestó atención y pronto pudo advertir que el sonido provenía del apartamento de al lado. Había alguien que estaba oyendo el sorprendente programa, como él. ¿Un hombre? ¿Una mujer?

Esta última posibilidad incrementó la dureza de su sexualidad, cuando pensaba que ello era ya imposible. Conteniendo materialmente la respiración para intentar captar cualquier sonido que pudiese aclararle la duda, pudo oír suspiros y hasta lamentos semicontenidos. Eran de mujer, sin lugar a dudas. Pero podría estar acompañada por algún varón con quien compartiese la excitación emanada de la radio. Siguió escuchando, tratando, por encima de todo, de captar la voz de un hombre; pero no. Los suspiros eran profundos, de hembra al borde de la sublimidad orgásmica; sólo suspiros de mujer.

Entonces, accionó otra vez el volumen del receptor hasta obtener una potencia claramente superior a la mantenida durante todo el tiempo que había estado escuchando el programa.

— “Ven, Pablo… Ven ya… La música esta terminando y tendré que volver al micrófono. ¡Ven ya! ¡Por favor, hazme tuya! ¡Hasta el fondo! ¡Hasta el límite de tus posibilidades! ¡Hasta llenar todo mi ser con la potencia de tu sexo! ¡Ven! ¡Ven!

El técnico de programación no se hizo repetir el ruego, ante el vehemente anhelo de la presentadora que se acariciaba a sí misma el volcánico sexo, mirándole con relámpagos de lujuria en las negras pupilas. Se dejó caer sobre el cuerpo de Marisa, apoyando las palmas de las manos en los turgentes pechos e introduciendo sus caderas entre los muslos ansiosamente separados entre sí de la hembra.

Cuando ella sintió en su clítoris el leve roce de la cúpula fálica, se encogió, crispada, mientras un grito incontenido rajaba la densidad silenciosa del ambiente que les rodeaba.

Raúl, sin embargo, oyó dos gritos similares. Dos gritos de mujer. El emitido por la deseada presentadora y el brotado a escasos centímetros de él, al otro lado de la pared.

Decidido—con esa audaz y hasta inconsciente decisión promovida por el deseo—, aumentó el volumen del receptor y golpeó dos veces en la pared.
No fue necesario que esperase muchos segundos para obtener una respuesta imitadora; dos golpes desde el otro apartamento.

Apagó la radio, se incorporó apresuradamente, se envolvió con un albornoz y salió al pasillo, cuidando de no ser visto por ningún vecino. Cuando llegó ante la puerta del apartamento contiguo, advirtió que esta se hallaba entreabierta.

Era evidente que tenía el paso franco y que la mujer trataba de que se produjese el menor ruido posible.

Conocía la distribución del apartamento, por ser idéntica al suyo; de modo que atravesó el pequeño y acogedor salón para hallarse inmediatamente ante la puerta del dormitorio principal. Estaba entornada. La voz de la presentadora llegaba hasta él; En aquellos momentos exteriorizaba su ansiedad sexual, al placer que le producía la penetración del miembro de su compañero de trabajo. El cuarto movimiento de la “Patética”, de Tschaikowsky, estaba llegando a su final.

La empujó con lentitud, viéndose repentinamente sorprendido por el miedo a que le hubiesen tendido una trampa, a que acabase de introducirse en la guarida de algún grupo de maleantes. Pero no, en la habitación, tendida en la cama, mirándole con el deseo, excitada por el coito enloquecedor que estaba transmitiéndose en el programa “Radio Madrugada”, se hallaba una mujer.

No era joven, pero tampoco grotescamente madura. Sobre los cuarenta años, la hembra, de pechos opulentos y esbelta figura, se restregaba el sexo con el envoltorio de un pintalabios, convertido en improvisado consolador.

La penetró totalmente, con brusquedad, hasta sentir en los testículos el roce del vello femenino.

Fin.

sábado, 11 de abril de 2009

Radio Madrugada (5)

Raúl movía su diestra de abajo arriba, y a la inversa, frotando enérgica y velozmente sobre la longitud pétrea de su miembro, al tiempo que imaginaba la escena que estaba teniendo lugar en el estudio de aquella emisora. Imaginaba a la presentadora tendida en el suelo, con la blusa abierta, mostrando unos pechos ansiosos de besos, de lenguas que derramasen en sus pezones la saliva en ebullición engendrada por la lujuria desbocada. Imaginaba una línea de humedad en el ajustado jeans; una línea ancha y temblorosa.

--Habla, Marisa… necesito tu voz… ¡Necesito la sensualidad de tu pastosa y húmeda voz!

“—Me gusta esta dureza en mis mejillas… ¡Qué fuerte! ¡Qué dura la tienes, Pablo!

Mientras exclamaba su ansiedad, Marisa iba bajando la cremallera del pantalón que ocultaba la potencia sexual del compañero de trabajo. Introdujo las manos en la abertura y notó humedad en el fino slip. Acercó la boca y lamió en aquella humedad, sobre la propia tela. Luego, con movimientos tan bruscos como torpes, logró que el pantalón masculino cayese al suelo.

--¡Oh, es, es magnífico!

En verdad parecía imposible que aquella mínima prenda fuese capaz de contener la potencia que pugnaba por destrozarla. Se encargó de que la liberación se produjese, tirando hacia abajo con sus ardientes y nerviosos dedos.

Cuando la sexualidad de Pablo quedó plenamente al descubierto, Marisa se apartó para poder contemplarla en toda su dimensión. Los labios empezaron a temblarle y los pezones se convirtieron en agujas que atravesaban su carne.

Durante un par de minutos estuvo Pablo jugando con los espléndidos pechos de Marisa –juego de sangre enervada--, en tanto la tersura implacable de su miembro se veía asediada por la suavidad de los dedos femeninos. Luego, sin poder contenerse por más tiempo, introdujo los dedos de ambas manos entre la tela y la piel y tiró hacia abajo del pantalón. Marisa quedó con una mínima, transparente y ajustada braguita, incapaz de cubrirle en su totalidad la anchura de sus labios vaginales. Sus muslos eran largos y deliciosamente cilíndricos, de tersura insuperable.

Ella abandonó la silla, se fue al centro del estudio y se tendió en el suelo, boca arriba, con los brazos extendidos en cruz, con las piernas abiertas, mostrando el hambre que se estremecía bajo la braguita, y con los labios húmedos, entreabiertos y temblorosos.

--Siempre te he deseado, Marisa; por tu juventud, por tu hermosura, por la armonía excitante de tu cuerpo, por la soberbia de tus pechos, por la expresión sensual de tu rostro. Pero, ahora, cuando te veo así, tengo que reconocer que nunca he conocido a una mujer como tú. ¡Eres magnífica!

No pudo seguir oyendo la voz de aquel hombre que estaba amando a la presentadora, que tenía la suerte infinita de tenerla desnuda ante él, excitada, dispuesta a gozar con toda intensidad de la fragancia de su cuerpo. Así que, Raúl, bajó el volumen de la radio, hasta reducirlo al silencio total. Fue un gesto de desesperación pasajera, porque él deseaba continuar viviendo la escena sintiendo en sus oídos la caricia de aquella voz que tantas eyaculaciones le había producido.
Continuará…

Radio Madrugada (4)

Pablo respiró hondo. Por suerte, Marisa no se había decidido a detallar la perfección sensual de su cuerpo. Sin embargo, advirtió que ella, mientras hablaba, había ido deslizando las palmas de sus manos por la longitud tersa y blanca de su cuello, pasando seguidamente a los hombros y a los muslos, para quedar crispadas en torno a la turgencia casi insolente de sus erguidos pechos.

“Yo tengo treinta años –contestó Raúl--, mido un metro setenta y cinco centímetros. Mi cuerpo puede ser incluido entre los de constitución atlética. También soy negro y el pelo casi ennegrece mi pecho. Lo otro, lo que me cuelga en las piernas, de unos veinticinco centímetros… Y me duele… Me duele de excitación…”

“Basta, Raúl. Tu descripción creo que ha sido perfectamente comprendida por todos nuestros oyentes…”

Tuvo miedo. Pero, en aquel momento, le hubiese gustado contar con la autorización para crear un programa desvergonzadamente erótico, espacio radiofónico en donde la presentadora y el oyente hubiesen podido llegar al orgasmo a través de las ondas. Pero se controló, al menos, de cara al micrófono. Anunció unos veinte minutos de música clásica, con la radiación de los dos últimos tiempos de la “Patética”, de Tschaikowsky, y quedó relajada en su asiento, espontáneamente abierta de piernas, con la blusa desabrochada, mostrando el esplendor de sus juveniles pechos, envueltos por la finísima y transparente malla del sujetador.

Los dos tiempos de la sinfonía que se estaba radiando, durarían unos veinte minutos. Estaban solos. Absolutamente solos en el estudio; incluso en la emisora. De modo que Pablo, el técnico de programación, sintiendo un dolor insoportable en su aparato sexual, abandonó su recinto encristalado para llegarse junto a la bella y ansiada presentadora.

Colocándose en el respaldo de la silla, a espaldas de Marisa, acarició temblorosamente sus largos y torneados brazos.

—tenemos veinte minutos… ---comentó, sin poder ni querer reprimir la excitación que denotaba su voz.

Marisa no ignoraba que aquello era una locura, que horas más tarde podría arrepentirse de haber aceptado una intimidad con Pablo; un compañero de trabajo. Pero la excitación era poderosa y mitigaba cualquier razón nacida de la lógica ordinaria.

Marisa, pues, estaba allí, con la espalda pegada al respaldo de la silla, con la cabeza ligeramente echada hacia atrás, con las manos en los muslos abiertos, mostrando el ancho y hondo surco marcados por los jeans. Las manos de Pablo, entretanto, recorrían la piel caliente ---suave hasta la sublimidad--- de la enajenada presentadora.

Gemía, de forma semicontenida, a cada milímetro de carne enervada por los temblorosos dedos del técnico. Sus hombros y sus clavículas parecían gritar su placer. Un placer que repercutía, multiplicado, en la erección de sus pezones y en la humedad de su vagina que se habría más y más, invitando a la cópula.

—Tus pechos… son capaces de producir la eyaculación en cualquier hombre. Redondos, calientes, suaves, tersos, con estos pezones que tiritan en las palmas de mis manos.

—Sigue. Sigue hasta el fin… hazme gozar esta madrugada, quiero gozar como nunca. Ser una mujer sin prejuicios, sin represiones de ningún tipo. Una mujer ansiosa de placer; solo de placer.

Raúl estaba consternado. ¿Era un sueño? No, no… Todo era de una realidad incuestionable. Marisa, su mitificada presentadora estaba haciendo el amor con el técnico de programación. La música de Tschaikowsky pretendía silenciar los suspiros y los jadeos, sin conseguirlo. Era evidente que habían dejado abierto el micrófono. Y, por lo que estaba sucediendo, tardarían mucho en advertirlo. El miembro parecía querer reventar. Le dolía intensamente. Y también los testículos. Apagó la luz y la oscuridad se hizo total. La voz entrecortada de los amantes llegaba nítidamente a sus oídos. La mano derecha buscó el grosor del miembro y lo tomó con fuerza, abarcándolo con temblor.

“—Te he roto el sujetador… la malla…

—No importa. Arráncamelo, apriétame los pechos con tus manos… Así… Así… ¡Así!”.

Pablo se había colocado delante de Marisa, abriendo las piernas, de modo que el regazo de la hembra quedaba debajo de sus testículos. En tal posición, podía seguir acariciando los pechos enervados de Marisa, permitiendo que ella restregase sus mejillas contra el paquete de su pantalón.

Todo el cuerpo femenino parecía estallar de ansiedad, de lujuria incontenida. Tenía ella cerrado los ojos y restregaba sus mejillas contra aquella tremenda erección cubierta por una tela con manchas, humedecida.

Continuará…

viernes, 10 de abril de 2009

Radio Madrugada (3)

“Te escucho.”

“Estoy desnudo, Marisa. Totalmente desnudo. Pienso en ti. Te imagino en consonancia con la sensualidad de tu voz, y estoy excitado, muy excitado, Marisa.”

Mientras hablaba, Raúl se rozó con el dorso de la diestra la potencia erecta de su miembro. Las arterias hinchadas parecían ir a rajar la piel en cualquier momento.

Marisa, sorprendida por la inesperada manifestación de “intimidad”, miró a Pablo, el técnico de programación, convencida de que éste cortaría inmediatamente la comunicación. Pero se equivocó. Pablo, con una extraña sonrisa, se limitó a un híbrido encogimiento de hombros.

“Bueno Raúl, no sé qué decirte. Tengo la seguridad de qué, si pudieras verme, te sentirías defraudado. Creo que mi cuerpo no armoniza plenamente con mi voz…”

Estaba mintiendo. Mentía deliberadamente, porque así lo exigía la ética del programa, tratando de dejar atrás un momento que, de prolongarse, podría comprometerla seriamente. Pero, la verdad es que, mientras hablaba, se contemplaba a sí misma, y reconocía, en su intimidad, que aquel asiduo oyente no tendría porqué sentirse defraudado, en el caso de que pudiese poner en ella su ávida mirada de hombre insatisfecho.

“Mira, Raúl; voy a tratar de describirme, para corresponder así a tu admirable sinceridad.”

El técnico de programación la miro con estupor. ¿Sería capaz de contar la verdad, de decirle a aquel oyente cómo era realmente?

Era capaz. Porque Marisa no era la presentadora habitual de “Radio madrugada”; era una mujer devorada por el deseo, esclavizada y manipulada por la ansiedad de una erupción sensual en cada poro de su piel.

“Tengo veinticinco años, soy pelirroja, de ojos intensamente negros. El pelo corto, a lo chico de derechas, deja desnuda la longitud –algunos dicen que exagerada— de mi cuello. Mi estatura es media. Soy delgada. Ahora tengo una blusa de color blanco y unos jeans ajustados. Nada más. Estoy sentada ante el micrófono y con los auriculares colocados para poder oírte.”

Continuará…

Radio Madrugada (2)

Tras una ráfaga de música orquestal:

“Os quiero a todos. Me gustaría estar materialmente a vuestro lado, en la soledad de vuestros lechos o en el asiento de vuestros camiones. Quiero haceros inmensamente felices, convertir en realidad todo y cada uno de vuestros sueños.

Ya sabéis que, para comunicar vuestros deseos, o vuestros sentimientos, o vuestros problemas, sólo tenéis que marcar el número de nuestra emisora. Pablo, nuestro técnico y amigo, nos pasará las llamadas y, tras la identificación de nuestros comunicantes, hablaremos y hablaremos. De todo lo que vosotros queráis…”
Raúl estaba tendido boca arriba, relajado, con el receptor en la mesilla de noche. Fumaba con lentitud, como si intentase que cada aspiración recorriese todo su ser. Tenía la mirada clavada en el techo de la habitación y estaba completamente desnudo. Era el momento reconfortador, anhelado durante las otras veintitantas horas, de las que más de diez eran consumidas por el trabajo.

Allí, en la penumbrosa soledad de la alcoba, buscaba la liberación de sus pensamientos y, por supuesto, de sus sentidos. Podía tener a su lado a una mujer. A alguna de las amigas con las que solía ir a bailar, o a una bella representante del bien surtido mundo del masaje a domicilio. Pero no; oír cada madrugada la voz profundamente acariciante de aquella presentadora, era como un rito ineludible. No podía determinar, ni siquiera por aproximación, el número de veces que había soñado con ella, o que se la había imaginado allí, frente a él, con los ojos clavados en su cuerpo, anhelando el momento de una entrega plena de satisfacción.

Extendió el brazo derecho, tomó el auricular y marcó el número de la emisora.

“¿Qué les ha parecido la voz del carroza Luis Miguel? Una carroza en la que muy a gusto se pasearían las jovencitas más `progres` de nuestros días… Y aquí tenemos ya la primera llamada… Y, ¿Cómo?, pertenece a nuestro comunicante más asiduo… ¿Raúl? Eres tú, ¿no?”

“Yo soy. Decidido a exteriorizar mi más íntima intimidad, valga la redundancia.”

“Pero, ¿aún te queda algo por decir? A lo largo de tantas y tantas noches, habremos conversado durante más de treinta y cuarenta horas.”

“Pero esta noche tengo algo muy especial que decirte.”

Continuará…

jueves, 9 de abril de 2009

Radio Madrugada: Primera Parte

Había estado cenando en compañía de los tres invitados en torno a lo que giraría el programa de la madrugada siguiente. No podía sentirse especialmente sorprendida por lo que le estaba sucediendo, ya que no se trataba de nada que pudiera ser catalogado de anormal. Pero si le chocaba un tanto la desacostumbrada agresividad con que aquella madrugada se presentaba el deseo. Posiblemente tuviera algo que ver el whisky ingerido antes y después de la cena. No era propiamente verano, pero sentía un intenso calor esparcido por todo su ser, impregnando cada rincón de su cuerpo de hembra joven y hermosa.

Llevaba una blusa semitransparente, incapaz de ocultar en su totalidad la malla sedosa que se ajustaba a sus pechos –un sujetador concebido para la estimulación sensual, sin lugar a dudas--, desabrochados los dos botones superiores, mostrando la suave turgencia del surco divisor de las dos semiesferas, en su nacimiento. Un tejano se ajustaba a sus caderas, marcando las redondeces glúteas, en tanto la hendidura genital era subrayada por la presión de la tela.

No se ruborizó cuando los compañeros de trabajo silbaron al cruzarse con ella, sintiendo las miradas decididamente rígidos a sus pechos y a sus ingles. En verdad se sentía poseída por el ansia de placer, por la necesidad de adentrarse en los enajenantes caminos de la entrega sexual.

Pero tenia que trabajar. Dentro de cinco minutos le esperaba un programa radiofónico de tres horas de duración. Desde las tres de la madrugada hasta las seis de la mañana. Su título: “Radio madrugada”. Entró en el estudio, tomó asiento ante la mesa materialmente cubierta de papeles y se colocó los auriculares. Enfrente, al otro lado de la pared de cristal, estaba el técnico de programación, a punto de darle entrada.

“Hola, mis queridos y leales amigos. Una madrugada más con vosotros, con los que trabajáis a estas horas, con los que os halláis al volante de un camión o, sencillamente, con quienes estáis en la cama, sin querer, o sin poder, dormir. Durante las tres próximas horas, nos adentraremos en el mundo de la intimidad, de los deseos insatisfechos, de las noticias más sorprendentes y variadas, y, por supuesto, de la buena música… de la música de todos los estilos. Como siempre, os habla Marisa, Vuestra incondicional y eterna amiga Marisa…”

Su voz era densa, profunda, con un sabor a soprano sensual. Era consciente de que muchos hombres la escuchaban. Y sabia que, algunos de ellos, buscarían el placer solitario, en la inmensidad vacía de sus camas, estimulados por la voz pastosa y excitante de la radio y por sus propias imaginaciones.

Continuará…